Al baile que fueres, haz lo que vieres

De cachetito

Se llamaba la Pantera Rosa y era, según me había enterado, la discoteq de moda en la ciudad. También sabía de buenas fuentes que quienes ahí acudían eran en su mayoría jóvenes, que el ambiente salía un poco de lo que se estilaba en otros centros de diversión de moda, y que los de bota picuda, sombrero vaquero y cintos de hebilla gruesa, acostumbraban visitar otros lugares. “Los que gustan del Rock” imagine, quizás por mi propia necesidad de encontrar elementos que me fueran familiares y que se apartaran un poco de ese tan notorio ambiente vaquero que se hacía sentir en cada calle  de esta ciudad capital que poco conocía y tan lejana a lo mío. Algo “no tan vaquero”, me dije, con aquella ignorancia mía de lo que no tan vaquero y roquero podrían significar en el Culiacán de la Operación Cóndor y los Gomeros de los años ’70.

A casi un mes de haber llegado a la ciudad era mi prioridad, ese día, ir a la Pantera Rosa. ¿El objetivo?, pues que si habría de vivir algún tiempo en estas calurosas tierras más me valía ambientarme, tener amistades y conocer gente. ¿Y que mejor forma que reconocer los terrenos que me permitirían entablar contacto con las féminas sinaloenses? y es que ya para entonces debido a mis correrías por las angostas calles del centro de la ciudad, las sabía bellas. Además, y sin ninguna razón de peso más que la de tener 18 años, me sentía obligado a representar dignamente a las tierras del rincón ante estas hijas de Sinaloa. Sobre mi recaería el orgullo de hacerles saber lo bien que vestíamos, lo mucho que sabíamos de las nuevas del Hit-Parade gringo y lo extraordinariamente “acá” que era lucir cabello largo con cola de caballo. Y de pasada hacerles patente lo guapo y aventados que éramos, faltaría más.
En fin,  que era tiempo de divertirme un rato y conocer a otros jóvenes roqueros como yo.

A pesar de lo poco que conocía esta ciudad sentía como si alguna pieza no encajara en el rompecabezas y empezaba a aparecer dentro de mí el germen de una idea, que después sería convicción: la de que por más roqueros que fueran los jóvenes de estas tierras, no tendrían el hippie look de los de las tierras del rincón. Y es que en mi mente ya existía un esbozo más o menos bien dibujado sobre como funcionaban las cosas por acá y llamaba mi atención la forma de vestir de los jóvenes sinaloenses de aquella época, que no coincidía ni remotamente con la de los jóvenes de mi pueblo. Me parecían muy tradicionalistas y les encontraba más semejanzas con los amigos de mi padre que con los míos, muy vaqueros como para ser de avanzada. Y estos hechos afianzaban mi convencimiento de que no sabrían vestirse a la altura de las circunstancias que exigía el bailar con los brazos en alto y formando una V con los dedos índice y medio, dando brincos.

Yo si que sabía como vestirme apropiadamente para ir a una discoteq, que caray. Al menos eso pensaba en aquella noche en la que ni recién salido de la regadera después de un buen baño dejaba de sudar, en esta bronca ciudad donde acostumbraban a llevar serenata con tambora. Y estaba dispuesto a demostrarlo esta noche de caluroso invierno: los culichis sabrían cómo se viste y se divierte un roquero de los de allá, de la tierra del rincón. Así que llegada la hora, salí de mi casa y me dirigí a aquella discoteq cuyo nombre me recordaba a aquel desgarbado inspector francés que interpretaba Peter Sellers.

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